Comienzan a escasear. Los grandes dramas
románticos, esas historias de amor en las que los sentimientos se
llevan hasta sus últimas consecuencias, parecen una fórmula en vías de
extinción. El romanticismo en su sentido más clásico, en su sentido más
trascendental y trágico, es cosa del pasado, de otra época en la que los
cuentos de hadas eran más un objetivo que una fantasía. Una época en la
que la pasión se presuponía eterna. Por eso se agradece que en
la era de las relaciones de quita y pon, una joven aragonesa decidiera
dar vigor a una de las grandes obras de García Lorca y que lo
hiciera, además, volcando todos los medios a su alcance en enfatizar los
detalles más pequeños pero más intensos, como ese roce de manos entre
la recién casada y el amor de su vida, esa caricia prohibida que emana
chispazos de sufrimiento y deseo.
La novia es un ejercicio
estilístico muy poco común en nuestros días, la maravillosa unión entre
fotografía, banda sonora e interpretación que homenajea con absoluto
respeto y admiración al autor granadino. Extrapola el texto
teatral a una nueva dimensión cinematográfica en la que no hay ni un
solo elemento dejado al azar. Quizá esa ambición preciosista, esa
persecución constante de una belleza arrebatadora, es la que impide al
espectador empatizar con tan trágicos acontecimientos con la misma
intensidad que destilan cada plano, cada frase susurrando prodigiosos
versos. Pero eso no le resta ni un sólo mérito a la directora. Ella no
tiene la culpa de que la poesía, de que el arte más abstracto y
evocador, haya sido desterrado de nuestras vidas, ninguneado por su
consentido hermano menor. Ni de que el amor más intenso y desgarrador,
el que ya no mueve montañas, se perciba en pantalla como lo más parecido
a la ciencia ficción.
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