Es probable que Pablo Berger termine hasta la peineta de
tener que justificar su Blancanieves frente a The artist. Haber coincidido
en el tiempo con la propuesta revolucionaria de Hazanavicius, que recuperaba
también el cine mudo en plena era digital, le ha arrebatado a la cinta española
el efecto sorpresa. La sospecha siempre estará presente entre los más
descreídos. En cambio, para los que acudan al cine sin prejuicios, las
comparaciones les parecerán una pérdida de tiempo. Porque además de en la
forma, en lo único que se asemejan ambas cintas es en su carácter de obra
maestra.
Los antitaurinos podrán decir lo que quieran también, pero
lo que es innegable es que las imágenes que dan inicio a la película son
arrebatadoras. Los planos generales de la ficticia plaza de toros sevillana La
Colosal en plenos años 20, cuando las corridas eran acontecimientos
multitudinarios, junto a bellísimos primeros planos del toro que ríete tú de Hable con ella conforman un prólogo excepcional, del que resulta imposible
desengancharse.
Esta fusión entre toros, flamenco y el popular cuento de los
hermanos Grimm puede parecer una combinación imposible, un despropósito más de
otro cineasta cool con ganas irrefrenables de llamar la atención. Apenas
conocemos a Berger, tan sólo aquellos que nueve años atrás se arriesgaron con
su segunda cinta, Torremolinos 73,
pero tras el visionado de Blancanieves podemos afirmar que no busca con esta
propuesta el experimento o la provocación sino que persigue, y así lo plasma,
el buen gusto, el sentido del humor y la emoción.
Lo primero se alcanza con una explosión de imágenes
exquisitas y cautivadoras, buscando sin descanso la manera de que el espectador
no acuse, e incluso agradezca, la ausencia de color. El sonido tampoco se echa
en falta. Guión y banda sonora van tan unidos de la mano que los diálogos tan
sólo supondrían interrupciones. De esta manera, los posibles handicaps de la
cinta, los que podrían ahuyentar a buena parte del público, se convierten en
todo un regalo para la vista y para los oídos.
El humor y la sensibilidad los imprime Berger en un relato
imaginativo, capaz de arrancar sonrisas con personajes como los siete enanitos
toreros y capaz también de la máxima emotividad, con escenas como la de la
pequeña Blancanieves moviendo la silla de ruedas de su padre para bailar al son
de una copla de la difunta esposa. Ángela Molina protagoniza los momentos de
mayor ternura, Macarena García, los de la inocencia, pero sin duda, la que
proporciona más magia a su papel es Maribel Verdú, pletórica en su faceta de
malvada del cuento.
Las acusaciones sobre Blancanieves, por tanto, deberían quedar invalidadas. Ni nació al amparo de The artist ni se alimenta de su éxito para el triunfo. Pero es que si algún escéptico radical considera además que la cinta se sube al carro de los relatos infantiles, en especial los que han proliferado desde Hollywood sobre la famosa huérfana, le animo desde aquí a comparar sin reparo. Porque enseguida comprobará que de todas las versiones, la española es de lejos y sin lugar a dudas, la más hermosa.
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